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Neurociencia Ficción (I): Eternal

Supongo que alguno de los visitantes ya habrá visto el trailer de Eternal, o incluso la película, pero por si acaso se lo voy a poner aquí para que puedan juzgar por sí mismos si les interesa verla o no a pesar de los comentarios, quizá no todo lo positivos que a sus autores les gustaría, que voy a realizar a continuación. No me interesa hacer una crítica de la película desde el punto de vista cinematográfico. Para empezar no estoy capacitado para ello, sólo soy un aficionado. Mi objetivo es reflexionar sobre una cuestión al hilo de la premisa de la que parte la película. Por lo demás, se trata de una película de ciencia ficción, neurociencia ficción diría yo (y ese es el punto que me interesa), con su parte de acción bien llevaba, su inevitable romance y happy ending, sus efectos especiales ajustados y sus dosis de entretenimiento relativamente bien llevadas, aunque he de reconocer que a mitad de película, quizá por lo predecible del argumento, me llegó a aburrir bastante.

Entrando en la parte que me resulta de interés. el hecho de clasificar la película como neurociencia ficción se debe, una vez visto el trailer imagino que sobra esta explicación, a que su punto de partida es un desarrollo de la neurociencia que es, a todas luces, ficticio. Sin embargo, el argumento lejos de aprovechar esa premisa para plantear y reflexionar sobre alguna cuestión interesante, como a mi entender hacen las buenas historias de ciencia ficción, pasa de puntillas sobre el asunto para entrar de lleno en una historia desenfrenada que ya he descrito en líneas generales arriba y que no da para más en este espacio.

Asistimos al canto del cisne de un constructor mullimillonario que, estando en fase terminal por un cáncer, recibe una invitación para contactar con una empresa que le puede ofrecer nada menos que la vida eterna. He aquí el quid de la cuestión. ¿Qué vida eterna? En la película esta consiste en un restart vital que se produce trasladando la mente del cliente a un cuerpo más joven y sano que le permitirá seguir viviendo. El ricachón, seducido por la idea, se presta al experimento que parece salir bien y a partir de este momento la única cuestión reside en que el cuerpo en el que reescriben su mente no es tabula rasa como le habían prometido sino que pertenece, obviamente a un hombre, cuyos recuerdos, su mente, trata de retomar el control de sí mismo. Para evitar este percance se toma unas pastillas y ya está, poco a poco el inquilino se hará con el control del nuevo cuerpo mientras el anfitrión irá languideciendo hasta desaparecer sin dejar rastro. Este incómodo problema con el rechazo del trasplante es toda la profundidad que llega a asumir el guión y, me temo, precisamente porque la necesita para que la acción se dispare cuando el millonetis okupa empieza a sospechar que le han dado gato por liebre.

La cuestión sobre la que la película podría haber pivotado, a mi modo de verlo, y que la hubiese hecho mucho más interesante que un desfile de disparos, explosiones, persecuciones y llamaradas, es más bien otra. El planteamiento que me hubiese gustado ver es si la mente trasplantada es realmente el protagonista o una copia del mismo. Una vez abre los ojos tras la intervención comprueba que, aún en otro cuerpo (que ya de por sí es de traca), sigue siendo él. Con sus recuerdos, sus habilidades cognitivas, su personalidad, se siente él. Muere en un cuerpo y renace en otro. Pero esta fusión, lejos de permitir que la persona siga con vida lo único que hubiese conseguido es mantener una «copia de seguridad» que, a pesar de sentirse como si fuese el mismo, no es él.

No me quiero echar el mérito de esta reflexión pues está sacada directamente de la parte sobre los problemas que tendría el hipotético teletransporte según Roger Penrose en su La mente nueva del emperador. Todo está inventado y la idea tiene más años que las pirámides. Puedo entender que en películas como la saga de Star Treck, más bien tecnología ficción que ciencia ficción, aunque ese es otro tema, orientadas a las aventuras espaciales y con otro tipo de leitmotiv no se entre en este particular. Igualmente, la escalofriante La mosca de David Cronenberg, una película cuyo objetivo es desarrollar el complejo de Frankenstein, tampoco entra en este particular y aún así plantea una interesante reflexión . ¿Por qué tendrían que haberla incluido en esta película? Aún es más, ¿cómo podía yo esperar que lo hicieran sabiendo lo que iba a ver?

Pienso que haber permitido que el protagonista tomase conciencia de este hecho, de no haber conseguido la vida eterna al no ser él mismo sino una mera copia de alta calidad, hubiese dotado a la película, y especialmente a su final, de una profundidad y una coherencia que habría sido muy de agradecer sin haber tenido que cambiar ni un sólo disparo de sitio. Por supuesto, no esperaba algo así de una película claramente palomitera, pero hubiese sido una sorpresa tan grata que no tenerla me decepcionó como a un niño al que los Reyes Magos no le traen el barco pirata de los clics.

En definitiva, una película relativamente entretenida, predecible y, sobre todo, superficial. Y eso sin entrar en otras muchas cuestiones que se podrían haber tratado en torno a la cuestión del trasplante mental. Cada día me cuesta más trabajo ver una película y salir satisfecho. Lo mismo es que no sé elegir. ¿Alguna recomendación de películas?

Gracias por su atención.

Peregrinos

Hoy traigo una reflexión que me persigue hace un tiempo. Me persigue y me preocupa a partes iguales, pero sólo ha sido ahora que he conseguido encontrar el modo de articularla «en voz alta» para poderla compartir y así abrir un posible debate sobre el tema. La cuestión no es otra que el peregrinaje psicológico por el que transitan las personas hasta llegar a nosotros. Sé que no se trata de algo novedoso, incluso recuerdo que en más de una ocasión nos hablaron de esto en la Facultad, pero últimamente me planteo algunas cuestiones que pueden ser espinosas. Intentaré abordar el tema sin eludir la autocrítica pues aquí nadie está libre de error.

El concepto de peregrinaje vuelve a mi mente para asociarse con este tema rescatado de la lectura de If you meet the Buddha on the road, kill him! de Sheldon B. Kopp. Tras este título de impacto se esconde un interesante libro de reflexión sobre el arte de la psicoterapia, llámenle filosofía de la psicoterapia si así les gusta, en el que plantea el papel de la persona que busca ayuda como un peregrino y el del psicoterapeuta como un guía en su camino. Sea que llegué al libro por casualidad, lo recomendaba un personaje a otro en una serie de televisión y yo, curioso insaciable, obnubilado por el título sentencioso, me lo compré para devorarlo con fruición. Es un libro interesante, pero mi idea del peregrino no se ciñe sólo al camino que tiene que andar la persona para recuperarse de sus problemas, empieza antes, cuando decide buscar ayuda y comienza a chocarse con guías que no le acompañan del modo que espera.

Últimamente me encuentro con esto. Si me pongo a pensarlo ya lo he encontrado antes, pero ahora me llama más la atención por algún motivo. En el primer encuentro, tras preguntar por la evolución del problema, salen a relucir unos cuantos intentos con otros profesionales de la salud mental (psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas…) que no han sabido dar con la tecla y cuyas actuaciones la persona pone en duda contando cosas que hacen que uno, para sus adentros, se eche las manos a la cabeza. Sucede, sin embargo, que de repente, entre la ristra de profesionales que han visitado previamente, surge el nombre de algún colega conocido cuya seriedad y buen hacer están fuera de dudas. Se produce una disonancia entre la información recibida y el conocimiento que tenemos del trabajo de los compañeros.

En primera instancia uno intenta no hacer leña del árbol caído y defender la profesionalidad de los compañeros, incluso aunque no se los conozca personalmente, alegando que la nuestra no es una ciencia exacta, que el proceso depende mucho de conseguir establecer una buena relación y que no todo el mundo tiene porqué cuajar bien, que podemos funcionar muy bien con unas personas y no dar pie con bola con otras (aquí tiramos de autocrítica y recordamos situaciones en las que hemos tenido que derivar a alguien por no disponer de recursos para ayudarle o de personas que nos han abandonado pues, con toda razón, sentían que estábamos dando palos de ciegos, suspirando aliviado al contrastar mentalmente que el porcentaje de aciertos sigue siéndonos muy favorable), intentamos explicar que las actuaciones que no les han gustado tenían un sentido que no han sabido ver pero que para nosotros resulta obvio… No son excusas, es la verdad tal cual es, o al menos tal cual yo la veo. Muchas veces el hecho de no poder ayudar a alguien en concreto no se debe a una mala praxis por parte del profesional, o por una falta de conocimientos, sino a un choque frontal con las expectativas previas de los peregrinos. Volveremos sobre esto un poco más adelante, antes vamos a tratar un segundo supuesto.

El segundo supuesto en cuestión es cuando te cuentan que tal o cual profesional ha hecho esto o lo otro que no es una buena idea desde ninguna perspectiva que uno pueda buscar para comprender su actuación. Aquí toca poner cara de póker e intentar no echar más tierra encima al compañero de la que ya le está echando nuestro interlocutor. ¿Cómo actuar en ese caso? ¿Contactando con el profesional e informándole? ¿Pidiéndole explicaciones? ¿Quién soy yo para hacer una cosa así? ¿Realmente son las cosas como nos las están contando? Este segundo supuesto tiene más miga.

De lo anterior destaco dos cuestiones que son las que me resultan de mayor relevancia ahora mismo. De una parte, el problema de las expectativas poco realistas respecto a nuestra profesión y posibilidades. De otra, el desagradable momento en que nos cuentan algo que nos hace escandalizarnos. Probablemente se pueda sacar mucho más jugo de este tema, también intentaré una aproximación luego, pero vayamos por partes.

El problema de las expectativas poco realistas

Últimamente me contactan muchas familias que tienen hijos con problemas de conducta o con TDAH. Esto tiene varias causas, por supuesto. Funcionan las recomendaciones y el boca a boca que se agregan a la necesidad de las familias y a recibir información, supongo que positiva, sobre mi trabajo. Hasta aquí todo en orden, este es, a grandes rasgos, el método habitual que tenemos para conseguir trabajos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte vengo notando que la demanda viene delimitada por ciertos programas de televisión. Sabemos a cuales me refiero y los profesionales saben hasta qué punto deforman la realidad del trabajo con los chavales, sobre todo en el plano de los resultados y el tiempo que se tarda en obtenerlos, por no hablar de las técnicas poco ortodoxas que ponen en práctica. El no haber encontrado a estos superterapeutas en la persona de psicólogos normales y corrientes, de carne y hueso, cuyas capacidades no están magnificadas por las cámaras, hace que las familias entiendan que el profesional ha «fracasado».

Hace ya años me enfrenté con la, para mí en aquel tiempo, extraña idea de Jean Baudrillard de la muerte, más bien asesinato, de la realidad. En El crimen perfecto explica como mediante la espectacularización de la realidad esta desaparece. No es este el lugar para tratar el tema en profundidad, pero ciertamente nos afecta esta psicoterapia ficción que semanalmente introduce la pantalla en millones de hogares. Aunque en lo fundamental todos sabemos que la realidad es mucho más densa y compleja de lo que muestran los medios, incluso somos levemente concientes de que nos mienten en función de sus intereses económicos, cuando nos sentamos ante esa hiperrealidad, que a veces se presenta más real que la realidad misma, el cerebro procesa la historia como si fuese dos más dos son cuatro. Se generan unas expectativas que son la via regia al fracaso de cualquier profesional que vaya a establecer un tratamiento serio y real.

En este sentido hace ya un tiempo que intento detectar estas expectativas en mi primer encuentro con las personas. No resulta difícil que salga el tema, a veces ni siquiera es necesario forzarlo. Está muy presente en el «inconsciente colectivo» (sobre este particular me gustaría extenderme algún día, pues es otro tema con mucho jugo). Una vez detectada esta creencia, se plantea como primera labor urgente, antes de ninguna otra intervención, el trabajo de ponerla en cuestión.

Hasta ahora no ha sido muy complicado desmontar esta idea. No hay más que tratarla como cualquier otra idea irracional y cae por su propio peso, no en vano el hecho de la falsedad de cuanto emite la televisión es algo de sobras conocido. Una vez generada una expectativa realista podemos trabajar con menos presión. Por supuesto esto no es una excusa para eternizarse, al contrario. Lo deseable en cualquier caso es resolver los problemas de la mejor forma posible en el menor tiempo posible, pero al menos nadie se va a sentir engañado si en dos sesiones no ven resultados.

Por supuesto, el tema no se agota aquí. No todas las expectativas poco realistas devienen de estos programas que, por otro lado, están haciendo una buena labor al concienciar a las personas que los problemas de conducta de los chavales pueden tener solución. Sería injusto no reconocer que esta cuestión está aportando esperanza y poniendo en el camino de la resolución a muchas familias. Igualmente, hay muchas otras fuentes de expectativas poco ajustadas a la realidad, pero por ahora sólo voy a dejar apuntado el tema. Si alguien quiere aportar algo a este respecto será bien recibido y podremos dialogar sobre ello.

Pues tal compañero hizo cual cosa horrible…

Esta situación suele ser espinosa. Al menos en mi posición resulta complicado pues desde muy pequeño tengo grabado a fuego en lo más profundo de mi mente que ser un chivato es de las peores cosas que uno puede ser. Pero, además, se une la cuestión de no ser quién para juzgar la actuación de un compañero. No puedo poner en duda su profesionalidad, ni sobreentender que su actuación no tiene un sentido basado en datos de los que yo no dispongo. Los encargados de evaluar esas cuestiones serían los miembros de la Comisión de Deontología correspondiente. ¿Tendría que denunciarlo yo? A priori, sin haber sido testigo directo, tiendo a pensar que el denunciante debe ser el que ha tenido la experiencia directa. En cualquier caso, tampoco nadie me ha contado nada tan terrible como para salir corriendo a denunciar a un peligro inminente para la sociedad y/o sus clientes. Además, siguiendo otra máxima que reza así: se dice el pecado pero no el pecador, habitualmente cuando me cuentan «barbaridades» no me dan los datos del «bárbaro». Me quedan dudas al respecto, pero no tanto como para no dormir por las noches pensando que estoy actuando mal.

Sin embargo, estas quejas por partes de las familias son igualmente ilustrativas. De algún modo nos están informando de los límites; de lo que consideran correcto y lo que no; de su necesidad de información sobre qué se está haciendo, sus objetivos y motivos. En definitiva, nos está dando unas pistas que pueden ser de la máxima importancia a la hora de diseñar los programas de tratamiento y, sobre todo, de implementarlos. Nos cuenta los caminos tortuosos por los que los peregrinos han recorrido y como necesitan poder confiar ciegamente en su guía antes de poderlos transitar.

De algún modo tenemos que aprender de los errores de nuestros compañeros, pero sin perder de vista que más que ser un error de ellos se trata de una percepción de la familia de lo que ellos estaban proponiendo. Obviamente se puede tratar de errores reales, más o menos graves, y la evaluación de la familia ser totalmente ajustada. Dentro de lo posible es interesante evaluar esto con tranquilidad. Igual que antes, esta cuestión aún puede dar para mucho más, se aceptan sugerencias.

Otras cuestiones

Decía al principio que cuando tenemos el primer encuentro con la persona con la que vamos a trabajar, o con la familia, ya hay un peregrinaje previo que los ha traído hasta nosotros. Aceptando la metáfora de Kopp, como guías de los peregrinos debemos ver la meta a la que aspiran llegar y ayudarles en su camino, pero no debemos perder de vista el camino que ha facilitado nuestro encuentro.

El análisis del camino recorrido resulta fundamental para determinar el que aún falta por recorrer. ¿Qué pasa cuando nos informan que técnicas y programas contrastados empíricamente no han funcionado? ¿Y si el error no estaba en el plan diseñado? Si el programa de modificación de conducta de un compañero, en casi todo igual al mío, no ha funcionado ¿por qué voy a hacerlo yo mejor? Responder a estas cuestiones es vital para el éxito de nuestra intervención. El abanico de posibilidades es amplio y debemos estar atentos para detectar la correcta.

Por otro lado resulta interesante que, a pesar del rosario de quejas sobre otros profesionales, los peregrinos sigan buscando un guía y no renieguen totalmente de encontrarlo. Señal de que tan mal no han hecho las cosas. Pero, ¿qué pasa cuando el peregrino reniega de buscar un guía y se dedica a hablar mal no sólo de la persona que se equivocó sino de la profesión al completo? El boca a boca funciona para lo bueno y para lo malo. Tenemos que estar pendientes para no cometer errores que puedan desembocar en esta última opción, no sólo por nosotros mismos sino por toda la profesión, además de la responsabilidad implícita en nuestro trabajo.

Aunque el tema de la responsabilidad es de la máxima importancia, no es el que ahora mismo me preocupa, sino el de la percepción social del papel del psicólogo (o psicoanalista, o psiquiatra, o neuropsicólogo, o…). Este particular da para muchas reflexiones y está también mediatizado por la televisión, las películas, etc… y sospecho que excede el tiempo que el lector estandard está dispuesto a dedicarle a un blog, así que lo dejo apuntado para tratarlo más adelante de nuevo o, si alguien quiere, debatirlo en los comentarios.

Gracias por su atención.

Referencias bibliográficas:

BAUDRILLARD, J. El crimen perfecto. (1996) Barcelona: Ed. Anagrama

KOPP, S.K. If you meet the Buddha on the road, kill him! The pilgrimage of psychotherapy patients. (1972) New York: Bantam Books